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La inteligencia artificial entra en su fase estructural: interoperabilidad, datos y nuevos roles marcarán 2026

La inteligencia artificial entra en su fase estructural: interoperabilidad, datos y nuevos roles marcarán 2026

  • La IA avanza hacia una etapa de madurez donde la interoperabilidad de agentes, los datos y la redefinición de roles decidirán la ventaja competitiva en 2026.
José María Alonso, country manager de Snowflake para España y Portugal

Tras varios años dominados por la carrera de los grandes modelos de lenguaje y la demostración de capacidades cada vez más sorprendentes, la inteligencia artificial entra en una fase distinta. Menos deslumbrante en apariencia, pero más decisiva en términos estratégicos. El foco ya no está tanto en qué puede hacer un modelo, sino en cómo se integra, se gobierna y se escala dentro de organizaciones complejas. La pregunta que empieza a imponerse es otra: qué fundamentos permitirán que la IA genere ventajas competitivas sostenibles y no solo experimentos aislados.

Ese desplazamiento del debate marca el telón de fondo de las reflexiones de José María Alonso, country manager de Snowflake para España y Portugal, que identifica tres grandes corrientes que convergerán en 2026. No son tendencias independientes, sino piezas de un mismo movimiento: agentes más autónomos y conectados, datos convertidos en activo estratégico real y una redefinición profunda de los roles técnicos y ejecutivos. Juntas, dibujan un escenario en el que la IA deja de ser una capa añadida y pasa a convertirse en infraestructura organizativa.

Agentes que colaboran, no islas automatizadas

En el estado actual, la mayoría de los agentes de IA funcionan en entornos cerrados. Automatizan tareas, generan respuestas o ejecutan flujos, pero lo hacen dentro de límites estrictos definidos por una plataforma concreta. Esa fragmentación empieza a ser un freno. Para 2026, la interoperabilidad aparece como el siguiente cuello de botella a resolver.

La analogía con la economía de las API resulta inevitable. Así como los servicios de software empezaron a conectarse mediante interfaces estándar, los agentes de IA comienzan a perfilarse como entidades capaces de descubrirse, comunicarse y coordinarse entre sí, incluso si proceden de proveedores distintos. La llamada «economía de agentes» no apunta solo a más automatización, sino a flujos de trabajo transversales que hoy siguen siendo manuales o directamente inviables.

Este salto exige estándares abiertos y protocolos compartidos, pero también una mayor autonomía técnica. Ahí entra en juego la autoverificación. Uno de los límites actuales de los sistemas agénticos es la acumulación de errores en procesos largos, donde cada paso depende del anterior. La supervisión humana constante reduce riesgos, pero también anula la promesa de escala.

La solución que empieza a perfilarse pasa por agentes capaces de evaluarse a sí mismos. No se trata de conciencia en sentido humano, sino de bucles internos de validación que permitan detectar incoherencias, contrastar resultados y corregir desviaciones sin intervención externa. Este enfoque traslada parte del control desde el usuario al propio sistema, un cambio que genera reticencias, pero que resulta difícil de evitar si se aspira a flujos complejos y fiables.

Los bucles de retroalimentación refuerzan esta lógica. La historia de Google suele citarse como precedente: su motor de búsqueda no solo ordenaba páginas por enlaces, sino que aprendía de los clics reales de los usuarios. En la IA empresarial, ocurre algo similar. Cuantos más productos integran señales de uso real, aceptación, corrección o rechazo, más ajustados se vuelven los agentes. Los copilotos de programación ya funcionan así, y ese modelo empieza a extenderse a otros dominios.

De asistentes efímeros a colaboradores con memoria

Otro límite estructural de la IA actual es su carácter transaccional. Cada interacción empieza casi desde cero. Para entornos profesionales, esa amnesia resulta costosa. La memoria emerge así como una capacidad crítica. No solo para recordar hechos, sino para mantener contexto: decisiones previas, preferencias, objetivos en evolución.

En 2026, la memoria deja de ser una característica experimental y pasa a convertirse en un componente central del diseño de agentes. La diferencia es sustancial. Un sistema que recuerda proyectos anteriores, criterios de negocio o restricciones específicas reduce fricción, acelera decisiones y permite una colaboración más cercana a la humana. La IA deja de ser una herramienta puntual y empieza a comportarse como un actor persistente dentro de la organización.

Este avance, sin embargo, vuelve a situar a los datos en el centro del tablero.

Cuando el modelo deja de ser la ventaja

Durante los últimos años, el debate en torno a la IA se ha concentrado en los modelos: tamaños, parámetros, capacidades emergentes. Esa narrativa empieza a agotarse. A medida que los modelos de vanguardia alcanzan niveles similares de rendimiento y se commoditizan, la diferenciación se desplaza.

Para 2026, la ventaja competitiva no residirá tanto en el modelo utilizado como en los datos que lo alimentan y en la capacidad de razonar sobre ellos. Datos propios, contextuales y de alta calidad. En ese escenario, el concepto de «data flywheel» cobra peso: usar datos únicos para mejorar sistemas de IA que, a su vez, generan nuevos datos exclusivos. Un círculo que refuerza barreras de entrada difíciles de replicar.

Esta dinámica se ve acelerada por el avance del código abierto. Los mayores progresos ya no se concentran en el entrenamiento inicial, sino en el post-entrenamiento, donde los modelos se especializan con datos concretos. El caso de DeepSeek, presentado a principios de 2025, puso en cuestión la idea de que solo los modelos gigantes justifican grandes inversiones. Metodologías más eficientes y transparentes abren la puerta a un ecosistema más distribuido, donde startups e investigadores compiten en nichos específicos.

La capa de metadatos como terreno estratégico

En paralelo, la arquitectura de datos vive su propia reconfiguración. La adopción de formatos abiertos como Apache Iceberg ha desplazado el foco desde el almacenamiento hacia la capa de control. Los metadatos se convierten en el punto donde se decide quién accede a qué, con qué reglas y bajo qué contexto.

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En 2026, las organizaciones líderes no serán necesariamente las que acumulen más datos, sino las que logren unificar gobernanza, descubrimiento y acceso en ecosistemas fragmentados. La capa de metadatos pasa a ser un activo estratégico, un espacio donde se juega la confianza interna, la transparencia y la agilidad operativa. Para la alta dirección, tradicionalmente cautelosa con estos enfoques, los formatos abiertos dejan de ser una cuestión técnica y se convierten en una palanca de control y velocidad.

Roles que cambian, poder que se redistribuye

Este giro técnico tiene consecuencias directas sobre los perfiles profesionales. Uno de los más destacados es el del ingeniero analítico. En muchas organizaciones, la IA se ha desplegado sobre datos inconsistentes, generando resultados contradictorios. El riesgo no es solo técnico, sino reputacional.

El ingeniero analítico actúa como traductor entre negocio y datos, construyendo capas semánticas que definen conceptos clave de forma compartida. Al hacerlo, proporciona a la IA un marco coherente sobre el que operar. No es un rol accesorio, sino una pieza central para evitar lo que algunos ya describen como «caos automatizado».

Algo similar ocurre con los ingenieros de datos, cuyo papel evoluciona rápidamente. En 2026, muchos dejarán de centrarse en escribir código para supervisar, validar y orientar pipelines cada vez más autónomos. La IA asume tareas operativas, mientras los ingenieros se desplazan hacia decisiones de mayor impacto empresarial. Esa transición eleva su presencia en foros estratégicos, donde el acceso en tiempo real a datos fiables se convierte en un factor crítico de negocio.

En la capa ejecutiva, el cambio es igual de profundo. El CIO empieza a dejar atrás un rol centrado en operaciones para asumir funciones de innovación empresarial. Ya no se trata solo de gestionar infraestructuras o proveedores, sino de diseñar soluciones basadas en IA que anticipen necesidades futuras. La frontera entre tecnología y estrategia se difumina.

Un año bisagra, no un punto final

Las tendencias que convergen en 2026 no resuelven todas las incógnitas. Abren otras. La autonomía de los agentes plantea preguntas sobre control y responsabilidad. La centralidad de los datos intensifica debates sobre gobernanza y privacidad. La consolidación de plataformas reduce complejidad, pero introduce nuevos riesgos sistémicos.

Lo que parece claro es que la IA deja de ser un experimento periférico. Se convierte en una cuestión de arquitectura, de organización y de poder interno. Las empresas que entiendan ese desplazamiento no necesariamente tendrán la tecnología más avanzada, pero sí los cimientos adecuados para aprovecharla cuando el ruido se disipe.

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