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Trump firma una orden ejecutiva sobre inteligencia artificial y amenaza con retirar fondos federales a los estados

Trump firma una orden ejecutiva sobre inteligencia artificial y amenaza con retirar fondos federales a los estados

  • Trump firma una orden ejecutiva sobre inteligencia artificial que busca un marco federal único y condiciona fondos a los estados con leyes consideradas restrictivas.
Donald Trump

La Casa Blanca volvió a situar la inteligencia artificial en el centro de la agenda política estadounidense. El presidente Donald Trump firmó una orden ejecutiva con un objetivo explícito: frenar la proliferación de leyes estatales sobre IA y avanzar hacia un marco federal único, de alcance nacional y con una carga regulatoria mínima. El movimiento, que incluye la amenaza de retirar fondos federales a los estados considerados “restrictivos”, reabre una pregunta que Washington lleva años sin resolver: quién debe fijar las reglas de una tecnología que avanza más rápido que el consenso político.

La orden, titulada Ensuring a National Policy Framework for Artificial Intelligence, parte de una premisa clara. Según el texto, la fragmentación regulatoria entre estados debilita la competitividad de las empresas estadounidenses frente a rivales internacionales, especialmente China, y dificulta el crecimiento de un sector que ya atrae billones de dólares en inversión. En ese diagnóstico, Trump retoma una idea recurrente en su discurso tecnológico: la innovación requiere libertad operativa y previsibilidad normativa.

No es una posición aislada dentro de su Administración. En declaraciones a la prensa, el presidente insistió en la necesidad de “un único centro de aprobación”, argumentando que cumplir con 50 regímenes distintos supone una barrera insalvable para muchas startups. El mensaje conecta con las demandas de grandes compañías tecnológicas y fondos de capital riesgo, que desde hace años presionan para que sea el Gobierno federal, y no los estados, quien marque el terreno de juego.

Sin embargo, la orden va más allá de una declaración de intenciones. Establece mecanismos concretos para confrontar a los estados. En primer lugar, ordena al fiscal general crear una unidad específica dentro del Departamento de Justicia dedicada exclusivamente a impugnar leyes estatales de IA que entren en conflicto con la política federal. El criterio es amplio: desde normas que interfieran en el comercio interestatal hasta aquellas que, a juicio de la Administración, obliguen a los modelos de IA a alterar resultados “veraces” o vulneren la Primera Enmienda.

En paralelo, el Departamento de Comercio deberá elaborar, en un plazo de 90 días, un informe que identifique las leyes estatales consideradas “onerosas”. Ese listado no será meramente informativo. Servirá de base para condicionar el acceso a fondos del programa Broadband Equity Access and Deployment (BEAD), dotado con 42.000 millones de dólares para ampliar el acceso a banda ancha en todo el país. Los estados señalados podrían quedar excluidos de determinadas partidas no destinadas al despliegue directo de infraestructuras.

La vinculación entre regulación de IA y financiación para conectividad introduce un elemento de presión política poco habitual. Según la Administración, un mosaico normativo fragmentado pone en riesgo tanto el despliegue de redes financiadas con fondos federales como el desarrollo de aplicaciones de IA que dependen de conexiones de alta velocidad. Para los críticos, se trata de un uso instrumental de los recursos federales para forzar cambios legislativos a nivel estatal.

Las reacciones no se hicieron esperar. Legisladores estatales de ambos partidos cuestionaron la legalidad de la orden y anticiparon litigios. Desde California, uno de los estados más activos en regulación tecnológica, se advirtió que la Casa Blanca carece de autoridad para anular leyes estatales sin una ley del Congreso. En Nueva York, responsables políticos hablaron de un intento de “abrir la puerta” a un desarrollo descontrolado de la IA.

Las objeciones no son solo políticas, también constitucionales. Varios juristas señalan que la preeminencia del derecho federal sobre el estatal, la llamada preemption, requiere normalmente una base legislativa clara. Una orden ejecutiva puede orientar la actuación de las agencias, pero no sustituir al Congreso. En ese sentido, el propio texto reconoce sus límites y emplaza a trabajar con los legisladores para aprobar un marco nacional que establezca qué materias pueden quedar en manos de los estados y cuáles no.

Ese futuro marco federal, según la orden, no debería invadir ámbitos como la protección infantil, la contratación pública de los estados o la regulación de infraestructuras de centros de datos, salvo en cuestiones generales de permisos. La delimitación, sin embargo, queda abierta. Qué se considera una norma de seguridad infantil y qué una carga excesiva para la innovación es, precisamente, uno de los puntos de fricción actuales.

El trasfondo ideológico también pesa. La orden critica explícitamente leyes estatales contra la discriminación algorítmica, como la aprobada en Colorado, al considerar que pueden introducir “sesgos ideológicos” y forzar a los sistemas a modificar resultados para evitar impactos desiguales. Este enfoque conecta con la ofensiva más amplia de la Administración contra políticas de diversidad y equidad, trasladada ahora al terreno de la IA.

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Desde el sector tecnológico, la respuesta ha sido más favorable. Empresas como OpenAI, Google o Meta llevan tiempo defendiendo un estándar federal que evite la multiplicación de obligaciones de reporte, auditorías y evaluaciones de impacto diferentes en cada estado. Para los inversores, la incertidumbre regulatoria es un riesgo que puede desviar capital hacia otros mercados con reglas más homogéneas.

Aun así, no existe consenso sobre el contenido de ese estándar nacional. Algunos expertos advierten de que neutralizar las leyes estatales sin ofrecer protecciones equivalentes a nivel federal puede dejar vacíos en áreas sensibles, como la protección del consumidor, la privacidad o el uso de IA en contextos electorales. De hecho, muchas de las normas estatales recientes surgieron precisamente ante la inacción del Congreso, que lleva años debatiendo sin aprobar una ley integral sobre inteligencia artificial.

El resultado inmediato es un escenario de confrontación jurídica. Estados y organizaciones civiles ya preparan recursos contra la orden, mientras la Administración se dota de instrumentos para impugnar normas locales y condicionar financiación. El proceso puede alargarse durante años, con decisiones judiciales que vayan delimitando hasta dónde llega la autoridad federal en este ámbito.

Mientras tanto, el mensaje político es inequívoco. La Casa Blanca quiere acelerar la carrera por la IA y considera que la diversidad regulatoria interna es un lastre estratégico. Si esa visión se traduce en un marco federal estable y equilibrado o en una etapa prolongada de inseguridad jurídica dependerá, en última instancia, de la capacidad del Congreso para legislar y de los tribunales para arbitrar el conflicto entre Washington y los estados.

Por ahora, la pregunta sigue abierta: ¿puede Estados Unidos construir una política nacional de inteligencia artificial que impulse la innovación sin desmantelar las protecciones que algunos estados ya han considerado necesarias? La respuesta, como la propia tecnología, aún está en fase de entrenamiento.

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